A Italia llegaron por mar en los primeros seis meses de este año una cifra récord de 70.000 inmigrantes. El gobierno intenta luchar por su distribución por todo el país, especialmente en momentos en los que el racismo aflora exacerbado por la crisis económica y el populismo de derecha.

Silvano Venturin, un hombre de 65 años que ya fue cooperante sanitario en África, encabeza la Comunidad para la Acogida, la Solidaridad y Contra la Exclusión o «Le C.A.S.E.» de Pomino, una localidad al noreste de Florencia.

Le C.A.S.E. –un acrónimo que significa «casas» en italiano– cuenta con una red de personas de la zona que actualmente acogen a 18 inmigrantes que llegaron en barco a Italia. Venturin alberga a seis inmigrantes en su propiedad rural en Pomino.

«Tal vez seamos una gota en el océano, pero al menos estamos haciendo algo», dijo Venturin en Tertulia, una granja y casa rural en la vecina localidad de Vicchio, que acoge a dos inmigrantes de Senegal que han solicitado asilo.

El gobierno italiano paga a los miembros de su asociación 1.100 euros (1.110 dólares al mes) por cada persona que acogen, una cifra que cubre ampliamente los gastos, asegura.

«Para nosotros, el simple coste de cuidar de un inmigrante siguiendo los estándares mínimos impuestos por las autoridades: comidas, lavandería, crédito para las llamadas por teléfono y una asignación de 2,5 euros diarios suele suponer unos 350 euros al mes», explica. El italiano usa el resto del dinero que recibe para costear extras: lecciones de italiano, tarjetas de transporte público, clases para aprender un oficio y algo de dinero adicional para una módica independencia financiera.

Sin embargo no todos utilizan el dinero en beneficio de los inmigrantes, apunta Giorgia Andreoli, que gestiona la granja Tertulia junto con su compañero Francesco Boldrini. Pone como ejemplo una finca rural con habitaciones para alquilar que actualmente alberga a 20 inmigrantes. Según asegura, los dueños tan sólo dan a los inmigrantes los servicios mínimos, lo que deja poco margen a los refugiados.

«Todo depende la buena voluntad de las personas», dijo Andreoli. «Hay muchas que se benefician del sistema. Se ha convertido en un negocio y no se ha calculado el impacto», agregó.

Seidu, un chico de Mali de 25 años, llegó a la granja de Venturin en Pomino en abril del año pasado. Acaba de pasar el examen «terza media», el que normalmente hacen los chicos de 13-14 años, y junto a otros inmigrantes ha plantado algunas verduras en la granja. «Me gusta esto, quiero quedarme en Italia y ganarme la vida de jardinero», dijo Seidu.

Fakeba Solley y Adama Cissokho, dos senegalesas que viven en la Tertulia, acuden a clases de italiano tres veces por semana. En ocasiones también participan de la huerta y ayudan a Boldrini a renovar el tejado.

Tanto Seidu como Solley y Cissokho corren el riesgo de que su solicitud de asilo sea rechazada. Sus anfitriones les ayudan en el farragoso proceso y les han advertido de los posibles finales.

Pase lo que pase, los tres quieren quedarse. No quieren regresar al lugar de donde se marcharon. «Basta ya con el mar, con Libia, con el desierto», dijo Cissokho. «Yo quiero quedarme aquí». «Libia es como estar en el fondo de un pozo sin una cuerda por la que subir y salir», agrega. Solley y Seidu asienten mostrando su acuerdo.

AG

Con información de dpa.

Fotografía destacada Antonio Melita / Pacific Press / dpa.

Alguien que acogiese a inmigrantes en ciudades como Roma o Milán tendría que afrontar costes mayores en alojamiento y comida. Pero Venturin produce buena parte de la comida que consume y no tiene empleados a los que pagar, lo que hace que albergar a los inmigrantes no sea para él algo incómodo (fotografía Tomasinelli Francesco-AGF/Bildag / Bildagentur-online / dpa).
Venturin produce gran parte de la comida que consume y no tiene empleados, lo que hace que albergar a los inmigrantes no sea para él algo incómodo (fotografía Tomasinelli Francesco-AGF/Bildag / Bildagentur-online / dpa).