Este sábado 25 de julio, Caracas está cumpliendo 448 años. Desde El Sumario queremos celebrarlo compartiendo este texto del escritor caraqueño Héctor Torres, famoso –entre otras cosas– por su tratamiento a temas como la ciudadanía, la ciudad y la pertenencia. Torres ha escrito varios textos sobre la ciudad en la que vive y en la que, probablemente, alguna vez te lo podrías conseguir observando una de las historias que ofrece la cotidianidad.

A continuación, la reproducción textual del texto publicado en El Cambur:

 CARACAS 

Asistida por el personal operativo, una muchacha parió en la mezzanina de una estación del Metro de Caracas. Y no es que, necesariamente, se le adelantó el parto. Puede que iba camino al hospital. Puede que el presupuesto de transporte para atender su emergencia fuese de cuatro bolívares. Y no es un caso aislado. Se ve con más frecuencia de lo que la gente supone. Convalecientes que encuentran (o no) un ángel que les cede el puesto entre empujones y gente apurada. Parturientas pobres, como María, pero sin un viejo marido que las acompañe. Un pesebre con operadores en servicio de estación donde en otros tiempos hubo Reyes Magos.

En medio de la disímil galería humana que se deja ver en Chacaíto, aparece un señor de unos setenta años, impecablemente vestido. Lleva saco y corbata. Entra de forma resuelta a Alejandría III y se dirige a la caja extendiendo un papel bond sucio y doblado, que saca de un maletín que lleva consigo. Sin dejar de conversar con los clientes, el librero recibe el papel y, muy seriamente, estampa sobre él su firma. El señor se despide con gesto pomposo y se pierde entre la gente. “Siempre viene. Entra en todos los locales del centro comercial para que le firmen el papel”, comenta el encargado. A su paso queda la predecible y siempre sorpresiva leyenda urbana: que no soportó la muerte de un hijo y se escondió para siempre en su rutinario mundo de firmas sobre papeles reciclados.

Un amigo cuenta que el Centro Plaza, ese pequeño y viejo centro comercial, es más peligroso de lo que parece. En sus pequeños pasillos siempre hay gente al acecho, asegura con el rostro de quien lo ha visto todo. Ese mismo día, cerca de las siete de la noche, otro me cuenta que venía de Sabas Nieves, en El Ávila. ¿A esta hora?, le inquiero. “Todas las tardes yo subo sobre las cinco —me comenta con un rostro similar al otro—. Son muchas las personas que lo hacen. Usualmente ya no hay luz cuando bajo”. Me parece estúpido convencer a uno y a otro de que se angustia/confía demasiado.

La urbanización Miranda y los barrios de la carretera Petare-Santa Lucía comparten las mismas montañas. Sólo que esto es esto y aquello es aquello. Los habitantes de los bloques de Casalta III tienen ventana con vista a El Paraíso o con vista a Propatria. Ya se sabe, esto es esto y aquello es aquello. Caminando por unas mismas calles, uno puede salir de La Castellana y entrar en Pedregal, o viceversa. Pero esto es esto y aquello es aquello. En Caracas casi nada está señalizado, pero todo el mundo sabe cuándo está en esto o cuándo está en aquello. Y quién está en esto y quién está en aquello. Todo el mundo lo sabe pero nadie lo dice.

Una amiga bogotana asegura que no cambia Caracas por nada. Un amigo caraqueño comenta que se va porque de Caracas ya no quiere nada. Cada día que pasa alguien se está “yendo de” y alguien se “está instalando en” Caracas. Cada noche, alguien se asoma por su ventana y dice, entre despechado y nostálgico, “Adiós, Caracas”. En ese mismo momento, en alguna ciudad de Venezuela, alguien dice, entre asustado y ansioso: “Bueno, Caracas, allá voy”.

La que la adora y el que la odia tienen, por igual, toda la razón y todo el derecho. Como lo tienen el que se va y el que llega. Las ciudades son ciudades porque dejan de ser de sus oriundos para ser de sus residentes. Caracas es del que la patea y la padece y se encuentra en sus callejones y se desaparece en sus avenidas. El que la abandona pero se la lleva en un rincón de sus recuerdos y el que va a su encuentro, con fe de conseguir su rincón en este mundo. En Caracas, a veces, quien no espera nada encuentra ayuda y quien espera ayuda no encuentra nada. Y termina por pasarla mejor el que sabe encajar los golpes y seguir adelante. El que conoce sus mapas invisibles. El que sabe que hay días buenos y días malos. Días de ladrones despiadados y de amigos entrañables. De empresarios usureros y carniceros hidalgos. Y viceversa.

En Caracas, en medio del ruido, hay que aprender a saberse solo. Y a hablar con la ciudad. Mientras más tumulto y más ruido  más perdido te sientes y más te anclas a ti mismo, para no extraviarte del todo. Y más escuchas lo que ella tiene que contarte. Es un ring de boxeo y una lotería de milagros que si algo regala prodigiosamente es historias. Historias hechas por personas que se paran todas las mañanas, desde el rincón en que amanecen, a enfrentarse a la película en la que trabajan sin saber cuándo acaba su papel en ella.

Caracas es una infinita fábrica de películas donde no siempre pierden los buenos. Todas las mañanas los protagonistas se levantan de la cama sabiendo que tienen todo en contra. Y sin embargo, salen a la calle.

Por esa remota posibilidad, por ese instante maravilloso, por ese feliz accidente, de estar cerca cuando sucede ese prodigio, es que vale la pena salir a sus calles y estar atento.

Fotografía Gettyimages.