Una reflexión acerca de aquellos cuyo medio de trabajo es pedir y su riesgo de pérdida es morir de hambre

El Sumario – Caracas necesita más solidaridad que nunca, en un momento en el que muy pocos están dispuestos a ofrecerla. Esa es nuestra paradoja como sociedad. “Amigo, ayúdeme con algo”, “por favor, si no tiene dinero puede darme algo de comer”, es la poesía que se recita en las calles, en el metro, en los autobuses, en los semáforos. A donde sea que volteemos hay alguien que, si no está pidiendo nuestra ayuda, no se esfuerza por ocultar que la necesita.

Estamos acostumbrados a ello. Nuestra ciudad nunca ha dejado de tener esos recitadores, ni en esta época política ni en cualquier otra. El problema es que también estamos acostumbrados a no prestarles mucha atención o, incluso, a juzgarlos y reprimirlos. “Ese es un drogadicto”, “este otro es un farsante”, “aquel es un flojo que no quiere trabajar”, son nuestras respuestas a sus declamaciones. Sin embargo, en casi ninguno de los casos sabemos con exactitud qué hay detrás de la ropa harapienta y el pelo grasiento, si la piel ennegrecida es verdadera o curtida antes de entrar en el espectáculo, o si el cuero pegado a las costillas es por días de comer basura o el efecto devastador de la piedra o la cocaína.

Detallen a cada persona que pide en el metro. Verán desde verdaderos vagabundos hasta personas con mejor aspecto que nosotros. Una gama tan diversa de individuos que resulta, en un punto, inverosímil. Y es que detrás de la gente que pide hay una realidad muy cruda. No todos viven en las calles, no todos son desempleados e incluso, no todos necesitan dinero, sino comida. Cada vez más personas tienen que obligarse a patear la calle para pedir ayuda, porque la comida no les alcanza. Más allá de aquellos que viven de lo que se les da, hay muchos cuya única manera de poner alimentos, medicinas y seguridad sobre la mesa es confiar de la solidaridad de los otros. De esos otros que no son suyos pero que conviven en su lugar de trabajo, su trabajo obligatorio: la calle.

Para no dejar estas palabras en el aire, hay una prueba concreta. El documental que ven arriba se llama “Viviendo al mínimo” y fue una iniciativa de Manuel Ángel Redondo, locutor y animador venezolano. Lleva una premisa muy simple: sobrevivir con una quincena de sueldo mínimo (Bs. 7800 para aquel momento, cuando los productos estaban un poco más baratos) por una semana. Y gastando solo en alimentación, pues el dinero sería destinado exclusivamente a comprar comida.

A lo largo del documental se demuestra cómo una persona común, que gane un “modesto sueldo” y que se mantenga a sí mismo, vagamente puede comer en una semana. E incluso, esto se le dificultó a Redondo, quien tuvo que ayudarse bajando mangos y omitiendo alguna que otra comida diaria. Si esto es para que solo una persona coma, imagínense cómo será para un núcleo familiar. Incluso si ambos trabajasen, a esa quincena se le añadirían los impuestos, la ropa, los insumos del hijo o hija, la educación, el transporte, etc. Tarde o temprano, habrían podido pasar tres cosas: la familia sale a la calle a buscar por lo menos tres empleos, la familia sale a la calle a pedir dinero o comida, la familia sale a la calle a robar.

De una u otra forma, la calle se vuelve el centro de trabajo de muchos. Y para aquellos que piden, el mayor capital es la solidaridad y la empatía de sus “clientes”. Una solidaridad y empatía que también deben ser correspondidas con el mismo capital. No quise hablar de este tema sin involucrar al menos a un “empresario de la calle”. Es por eso que logré entrevistar a Julio Ramírez, un ejecutivo de préstamos experto en los contenidos de las basuras del McDonald’s y máster en pedir pan fiado de alguna panadería, con residencia a corto plazo en el banco sur de la Plaza Altamira y visitante ocasional de la Plaza La Castellana.

El principal valor de Julio es la empatía. Él sabe que el que esté pasando hambre o frío no es “un problema de la gente”, pues nadie está obligado a ayudarlo. Es por eso que muchas veces prefiere registrar basuras antes de pedirle a las personas. “Prefiero revisar que pedir, porque sé que la gente también está corta de dinero”, dice. Sin embargo, su valor moral no alimenta su hambre. Julio se vio obligado a vivir en las calles a causa del cáncer de su madre. Con el ingreso de ambos no alcanzaba para cubrir las medicinas y la comida. Fue por eso que, cuando su mamá se declaró sobreviviente de la enfermedad, él decidió marcharse de casa para evitar ser una carga. “Yo debería llamarla (a su madre) para darle una buena noticia, ¿pero qué le voy a decir? ¿Que no conseguí refugio esta noche?”, manifiesta.

Por ahora, Ramírez trabaja parqueando carros en un restaurante. Debido a su aspecto y a su falta de ropa, no ha logrado conseguir un trabajo más estable. El dinero vagamente le alcanza para comprar algo de comer, con lo cual tiene que prescindir de una residencia estable. El único hotel que puede costear es ese banco al sur de la Plaza Altamira, o una esquinita en las afueras del Celarg. De resto, le queda confiar en las basuras y en algún “cliente” que le brinde una mano.

No estamos obligados a ayudar a nadie. Nuestro dinero es nuestro y el sudor de nuestra frente le estampa una firma a cada billete. Todos podemos trabajar, todos podemos salir adelante, todos podemos esforzarnos más… pero todos también podemos morir de hambre. El país está difícil, el dinero es agua que se derrama de nuestras manos sin darnos cuenta, dejándonos a todos con al menos un poco de sed. Pero pensemos un poco en los que nos rodean. Si no existieran barreras morales, ¿a cuántos de nosotros no nos gustaría pedir una ayuda? ¿A cuántos no nos gustaría pedirle un poco de la hamburguesa que se come cualquier afortunado en un perrero cuando sabemos que en casa nos espera una cena de galletas y sardinas? ¿A cuántos no nos gustaría pedir para poder llevar algo sabroso a casa? ¿A cuántos no nos gustaría que todos compartieran lo que tienen para que nadie muera de hambre?

No contradigo tus barreras morales. No pongo en jaque tu estatus social. Tampoco te estoy llamando hambriento. Pero sí llamo a que reflexiones sobre aquellos individuos grises que adornan cual viejos floreros de rosas marchitas las esquinas de las plazas, de las calles, de las alcantarillas y te preguntes qué esperarías de las personas que te rodean si tú estuvieras en esa posición.

Vamos, ayúdalos.

Miguel Rivero